El sacerdocio, la «profesión» más feliz
A finales del pasado mes de noviembre, la
prestigiosa revista norteamericana Forbes, especializada en el
mundo de los negocios y las finanzas y conocida habitualmente por la
publicación anual de la lista de las personas más ricas del mundo, publicaba
una lista de las diez profesiones más gratificantes, a juzgar por el grado de
felicidad de quienes las ejercían. Los sacerdotes católicos lideraban la
encuesta.
Pero es para preguntarnos de nuevo ¿Es el sacerdocio
la profesión más feliz del mundo? Según el parecer de la revista Forbes,
sí. La razón para justificar la felicidad inherente al ejercicio del sacerdocio
consiste en que este otorga a la vida un sentido que hace de la propia
existencia algo digno de ser vivido. Según el estudio, ni la remuneración
económica ni el estatus social que se deriva del ejercicio de una profesión
inciden en la felicidad que reporta.
La afirmación de que los sacerdotes eran las
personas más satisfechas y realizadas en el ejercicio de su profesión
causó sorpresa tanto entre creyentes como en no creyentes. La imagen que se
tiene del sacerdocio apunta más bien a todo lo contrario. Se opina que los
sacerdotes son hombres algo amargados, apartados del mundo y escasamente
comprometidos con los problemas reales de la sociedad. Por eso, afirmar que el
sacerdocio es la profesión más “feliz” nos invita a formular una
cuestión: ¿qué es lo que hace del sacerdocio la profesión más feliz del mundo?
Responder a esta cuestión no es fácil.
¿Profesión o vocación?
¿Es el sacerdocio una profesión? Es verdad que
podemos identificar algunas tareas que son propias del sacerdocio, y que el
sacerdocio está considerado socialmente como un “trabajo cualificado”, pero si
se le pregunta a cualquier sacerdote por su sacerdocio, ninguno dirá que se
trata de una profesión. Dirá más bien que se trata de una vocación.
El estudio de Forbes se equívoca en
la identificación de profesión y vocación, que está ampliamente difundida
en nuestra cultura, y que da lugar a no pocos malentendidos.
Profesión
Se refiere a una actividad externa, se determina en
función de los gustos, las cualidades y las posibilidades, pone en
funcionamiento la dimensión creativa-generativa, remunerado, puede cambiar,
pide disciplina y dedicación.
Vocación
Tiene que ver con el interior de la persona, exige
una determinación espiritual, ponen en funcionamiento todas las
dimensiones de la vida: afectiva, de la existencia racional, creativa, etc.,
Gratuito, Permanece.
Si observamos estas características de ambas,
nos percatamos de que mientras los indicadores de la profesión tienen que ver
sobre todo con el hacer, los de la vocación apuntan más bien al ser. La
vocación, en efecto, afecta a nuestra identidad profunda, dice quiénes somos en
realidad, más allá de toda apariencia. De este modo, podemos decir que el
sacerdocio es una profesión en la medida que el sacerdote “hace” cosas,
desempeña diversas funciones, pero con eso no está dicho todo. Lo que
verdaderamente define al sacerdocio es su carácter vocacional; es decir, el
hecho de que se trata de un proyecto de vida que exige una determinación
espiritual (una respuesta a una llamada), que afecta a todas las dimensiones de
la vida (corpórea, afectiva, intelectual, etc.), que pide exclusividad, entrega
y fidelidad absolutas, y que es animado por una pasión: la pasión por el
Evangelio. Exige exclusividad, entrega absoluta.
Las diferencias enumeradas no han de ser
consideradas como opuestos excluyentes, sino como matices distintivos. El que
la vocación sacerdotal requiera de una determinación espiritual, es decir, de
una elección libre del individuo que responde ante Dios, no significa que los
propios gustos se marginen o que las propias cualidades permanezcan sin explotar.
Hay sacerdotes que son excelentes músicos, escritores o profesores. Lo que
significa es que estos, no constituyen el elemento fundamental de la vocación
sacerdotal.
El sacerdocio, una cuestión de pasión…
La pasión es un movimiento del alma, una exaltación
de nuestro ser, que surge espontáneamente, sin que medie determinación alguna
por parte de quien es presa de ella. Es un elemento fundamental de la
experiencia del amor, aunque esta no se agota en la pasión. La pasión embruja,
hechiza, desinstala de la realidad habitual para hacer entrar a quien posee en
una dimensión distinta, en otro orden de realidad. Es la condición
indispensable del enamoramiento.
Con frecuencia se piensa que la pasión es instintiva
e irracional, que irrumpe intempestivamente, arrasando toda consideración
racional o moral. «La pasión es ciega», dice el dicho popular. El genial
escritor Stendhal, en cambio, afirma: «la pasión no es ciega, sino visionaria».
Frente a la creencia popular, la pasión no es arbitraria, sino que recrea la realidad,
imagina un nuevo orden, un mundo diverso, precisamente para hacer más habitable
el mundo real. En este sentido, se puede decir que la pasión no es “razonable”,
ya que cuestiona la prudencia de la razón, el realismo de la sensatez que no
pocas veces enmascara un pesimismo.
La pasión, es un ingrediente fundamental del
enamoramiento y, consecuentemente, de la experiencia del amor. La pasión, por
tanto, es provocada siempre por una persona que suscita en nosotros un deseo de
proximidad y unión.
… por el Evangelio
Sentir pasión por el Evangelio es posible porque el
Evangelio no es primariamente un mensaje, un conjunto de ideas encomiables,
sino fundamentalmente una persona, Cristo, el Hijo de Dios, que nos ha invitado
a la conversión y a creer en el Evangelio (Mc 3,14).
La pasión por el Evangelio nos abre también a la
esperanza, desplegando una mirada nueva sobre la realidad, hasta entonces
percibida como cerrada en sí misma. No se trata de una esperanza cualquiera,
sino de la Esperanza con mayúsculas: la esperanza de la salvación, del
advenimiento del Reino de Dios. Esta esperanza tiene como garante el Evangelio
predicado –Cristo muerto y resucitado– y constituye el dinamismo esencial de la
fe cristiana.
Así, la pasión por el Evangelio emerge como una fuerza
que empuja a crecer, a estrechar la distancia entre Cristo y cada uno de
nosotros. Se trata de un dinamismo necesario en el seguimiento de Jesús, pues
nos alerta ante cualquier acomodamiento.
La pasión por el Evangelio libera de las
comodidades, nos obliga a distanciarnos de ellas para cuestionarlas. El
Evangelio es para quien lo acoge y lo hace vida una fuente constante de riesgo,
pues abre una brecha entre la realidad –personal y social– tal como es y la
realidad tal como debería o podría ser.
«Al verlos, compruebo de nuevo cómo Cristo sigue llamando a jóvenes discípulos para hacerlos apóstoles suyos, permaneciendo así viva la misión de la Iglesia y la oferta del Evangelio al mundo» (Homilía de Benedicto XVI en la celebración eucarística con los seminaristas durante la JMJ 2011).
Fuente: Reflexión
teológico pastoral elaborada por la Comisión Episcopal de Seminarios y
Universidades de España, con motivo del Día del seminario 2012.
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