El Papa presidió el rezo de vísperas en la catedral de Asunción.
Asistieron religiosos y religiosas, sacerdotes, obispos, diáconos y
seminaristas. Les dijo que al igual que Cristo no hizo alarde, nunca busquen el
reconocimiento y sean humildes. También les pidió que cuiden la oración.
TEXTO
COMPLETO DEL PAPA EN LA ORACIÓN DE VÍSPERAS
Qué
lindo es rezar todos juntos las vísperas. ¿Cómo no soñar con una iglesia que
refleje y repita la armonía de las voces y del canto en la vida cotidiana? Y lo
hacemos en esta Catedral, que tantas veces ha tenido que comenzar de nuevo;
esta catedral es signo de la Iglesia y de cada uno de nosotros: a veces las
tempestades de afuera y de adentro nos obligan a tirar lo construido y empezar
de nuevo, pero siempre con la esperanza puesta en Dios; y si miramos este
edificio, sin duda no los ha defraudado a los paraguayos. Porque Dios nunca
defrauda. Y por eso le alabamos agradecidos.
La
oración litúrgica, su estructura y modo pausado, quiere expresar a la Iglesia
toda, esposa de Cristo, que intenta configurarse con su Señor. Cada uno de
nosotros en nuestra oración queremos ir pareciéndonos más a Jesús.
La
oración hace emerger aquello que vamos viviendo o deberíamos vivir en la vida
cotidiana, al menos la oración que no quiere ser alienante o solo preciosista.
La oración nos da impulso para poner en acción o revisarnos en aquello que
rezábamos en los salmos: somos nosotros las manos del Dios «que alza de la
basura al pobre» (Sal 112,7) y somos nosotros los que trabajamos para que la
tristeza de la esterilidad se convierta en la alegría del campo fértil.
Nosotros que cantamos que «vale mucho a los ojos del Señor la vida de los
fieles», somos los que luchamos, peleamos, defendemos la valía de toda vida
humana, desde la concepción hasta que los años son muchos y las fuerzas pocas.
La oración es reflejo del amor que sentimos por Dios, por los otros, por el
mundo creado; el mandamiento del amor es la mejor configuración con Jesús del
discípulo misionero. Estar apegados a Jesús da profundidad a la vocación
cristiana, que interesada en el «hacer» de Jesús –que es mucho más que
actividades– busca asemejarse a Él en todo lo realizado. La belleza de la
comunidad eclesial nace de la adhesión de cada uno de sus miembros a la persona
de Jesús, formando un «conjunto vocacional» en la riqueza de la diversidad
armónica.
Las
antífonas de los cánticos evangélicos de este fin de semana nos recuerdan el
envío de Jesús a los doce. Siempre es bueno crecer en esa conciencia de trabajo
apostólico en comunión. Es hermoso verlos colaborando pastoralmente, siempre
desde la naturaleza y función eclesial de cada una de las vocaciones y
carismas. Quiero exhortarlos a todos ustedes, sacerdotes, religiosos y
religiosas, laicos y seminaristas, obispos, a comprometerse en esta
colaboración eclesial, especialmente en torno a los planes de pastoral de las
diócesis y la misión continental, cooperando con toda su disponibilidad al bien
común. Si la división entre nosotros provoca la esterilidad (cf. Evangelii
gaudium 98-101), no cabe duda que de la comunión y la armonía nacen la
fecundidad, porque son profundamente consonantes con el Espíritu Santo.
Todos
tenemos limitaciones, y ninguno puede reproducir en su totalidad a Jesucristo,
y si bien cada vocación se configura principalmente con algunos rasgos de la
vida y la obra de Jesús, hay algunos comunes e irrenunciables. Recién hemos
alabado al Señor porque «no hizo alarde de su categoría de Dios» (Flp 2,6) y
esa es una característica de toda vocación cristiana: no hizo alarde de su
categoría de Dios. El llamado por Dios no se pavonea, no anda tras
reconocimientos ni aplausos pasatistas, no siente que subió de categoría ni
trata a los demás como si estuviera en un peldaño más alto.
La
supremacía de Cristo es claramente descrita en la liturgia de la Carta a los
Hebreos; nosotros acabamos de leer casi el final de esa carta: «Hacernos
perfectos como el gran pastor de las ovejas» (Hb 13,20), y esto supone asumir
que todo consagrado se configura con Aquel que en su vida terrena, «entre
ruegos y súplicas, con poderoso clamor y lágrimas» alcanzó la perfección cuando
aprendió, sufriendo, qué significaba obedecer; y eso también es parte del
llamado.
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